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El retablillo de San Cristóbal de Valdueza
Por un lugar del Bierzo hace siglos pasaban romanos de los de lanza en ristre y tralla en mano, camino de Astorga, avivando reatas que portaban oro arrancado a Las Médulas. Es una loma donde los vientos de norte y sur alternan su visita a un monte llano de roble y brezo, que en aquel tiempo era bosque de espesura, para regodeo de osos, andadura de lobos y pastizales con corzos. Luego llegaron eremitas, hicieron cristianos, y quizá soñaron desde su silencio que por aquella ruta del oro andaría el gigante Cristóbal cruzando el río Oza con su preciosa carga. Y soñaron que al final de la jornada subía hasta aquella alta peana a jugar con las constelaciones al transporte de estrellas. Claro, que si la noche era estival peligraba de dulce letargo y olvidos por causa del ruiseñor. Luego, ya al día, cuando el búho cesa, el despabile apacible, ante el duelo acústico que organiza el mirlo para alejar competidores, o el reclamo de silbo melódico que lanza desde las más altas copas de los árboles la dorada oropéndola. Después de llamarse Offerus, ahora se llama Cristóbal, porque el mismo Cristo le bautizó. Y San Cristóbal de Valdueza tiene una calle caminera que es un verso largo de ida y vuelta. Las mismas alturas bajo tejados de pizarra que antes fue cuelmo, balconadas y corredores de madera al vuelo, postigos, ventanas y escaleras, al suelo. Hay que excepcionar alguna casa de posterior hechura. Arquitectura popular que funcionó cumplidamente, cubriendo las necesidades de un pueblo cereal y ganadero. Y para que nada falte a ojos visitadores, comienza la calle en iglesia con sillares, y hacia su mitad, un corredor se adorna con pinturas en revival románico, que da al ambiente temple medieval. Buen yantar en el mesón, y al postre nos regalan una tarrina de miel inmejorable, que delata la existencia de colmenas con buenos libaderos. Aquellos campos se cubren de retama, brezo, piorno, y para fruición de abejas, además de la flor del castaño y otros frutales, zarzas, prados y más. Aunque el bosque ya no es lo que fue, después de siglos, incendios y talas, todavía abunda en floresta con buenas veredas para jabalíes, zorros y liebres. También hay campos eriales que otro día fueron centeno, trigo, cebada y pastos. Luego, ya de regreso, camino de Ponferrada y a poca distancia del pueblo, un vago sueño de otra Edad atrapa la mirada. Una espadaña con ausencia de campanas y un tejo que ocupa mucho cielo hacen pareja bien avenida que propone un lenguaje de leyendas. Conviene acercarse. La espadaña en su trasdós esconde los restos de una ermita hundida. Medias paredes cercan un suelo que fue nave para devociones de santo milagrero, hoy aprovechado para cementerio. Y la paz. La paz del tejo. Glorioso patriarca vegetal de la comarca y venerable progenitor de castañuelas y flautas, tres hombres de buena alzada serían precisos para abrazar su cintura. El tiempo se cierra, y una dulce alarma conmueve el ánimo.
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