Los Travesales y Paredes tan sólo
llegaron a los albores del siglo XVI, pues fueron absorbidas,
en parte, por el nuevo Concejo de Los Cilleros, nacido del mayorazgo
que, bajo el mismo nombre amparaba el Duque de Uceda.
Otra parte quedó integrada en el Concejo de Omaña, desde el que se
coordinaba, en cierto modo, todo el territorio omañés en sus
periódicas reuniones concejiles, con el resto de las demarcaciones, a
la par del puente
de Aguasmestas, que comunicaba el gran valle central de La Omaña con
la tierra que mejor ha sabido guardar unitariamente las esencias de
este singular rincón de la montaña: El Valle Gordo.
Pues bien, hoy que toda La Omaña ha sido concentrada
administrativamente en los municipios de Riello y
Murias de Paredes, conserva sin embargo las peculiaridades que
distinguieron aquellas células más afines entre ellas, por razones de
proximidad, aislamiento del resto del conjunto y la obligada endogamia
que caracterizaba
las relaciones de pareja. Hoy queremos sacar del anonimato, casi genera, a
un enclave que se ha ido minimizando, como la gran mayoría de nuestro
poblamiento rural: las tierras de La Lomba, tradicionalmente
compuestas por los pueblos de Campo de La Lomba, Castro, Folloso,
Santibáñez y Rosales, si bien administrativamente tuvieron adscritos a
su municipio los pueblos de Inicio y Andarraso.
Al hilo de la historia
No es fácil adentrarse en La Lomba sin una referencia
puntual que oriente a los curiosos visitantes primerizos en
la ruta a seguir para poder disfrutar del ameno recorrido sin
necesidad de doblar la ruta. Desde Riello, la
capital municipal con más entidades locales de toda la provincia —pues
tiene la friolera de 39 pueblos— sale
una carreterita que muere en El Castillo, al lado de Vegarienza. Sus
muchas curvas y riesgo de patinaje en
tiempo de heladas, aconsejan prudencia a los conductores, máxime
cuando para recorrer unos doce kilómetros hay que subir desde los
1.050 metros de Riello hasta los 1.320 de Rosales, para bajar
nuevamente a los 1109
de Vegarienza.
Son pueblos muy holladeros, y aún conservan ese regusto que nosotros
valoramos como esencias leonesas, de mantener en boca de sus mayores
—pues los pequeños sólo vienen en vacaciones— el peculiar decir
fermoso,
que contaba nuestro recordado Florentino Agustín Diez: «Chacha, con
cachelos, el llosco y la fugaza ya puedes
criar güenas fuerzas para atar las gaviellas, lliuvar el cuelmo, atar
mañizos y cargar con una quilma de media carga...»
Después están las leyendas, esas deliciosas reliquias que son un
verdadero monumento a la ingenuidad, y que
a pesar de su claro anacronismo, adobado con no poca fantasía, fueron
durante siglos el tema central de los filandones invernales.
El extenso y rico repertorio legendario de La Omaña, cobra tintes
diferenciales en este simpático y recoleto rincón de La Lomba y fue
casi siempre cristianizado para desvirtuar los poderes sobrenaturales
de míticos personajes, que iban siendo suplantados por el invicto
Santiago Matamoros y las mil y una vírgenes aparecidas a pastores
visionarios.
Entre las leyendas más entroncadas, con la inevitable presencia y
colaboración de La Virgen, se cuenta el
suceso protagonizado por las atribuladas gentes de La Lomba, que
asoladas sus cosechas por la pertinaz
sequía de, sabe Dios qué año, se postraron a los pies de aquella
virgencita milagrera aparecida en el hueco
de un árbol, para implorar el beneficio de una lluvia redentora que
acabara con la sequía.
Lluvia que el Cielo envió con abundancia y fructificó las resecas
mieses que pronto se convirtieron en dorado
trigo que terminó llenando los graneros que aseguraban «el pan nuestro
de cada día».
Y de ahí recibió La Virgen y su ermita el nombre que para todos los
omañeses viene siendo signo de veneración
y no pocas connotaciones reivindicativas: Pan Dorado.
De Folloso hacia Rosales
La abundancia de arboleda y su referente latino folium,
dejó el topónimo de Folloso para este linajudo pueblo
de La Lomba. El curioso viajero, que después de leer el magnífico
trabajo con que Pío Cimadevilla nos ha obsequiado en su Repertorio
Heráldico Leonés, contrastará in situ el hermoso escudo de los
«Tu-Sin-Nos», que todavía se conserva —por poco tiempo, si alguien no
lo remedia— en el frontón de un vetusto día y derruido palacio en el
que se asegura que vivió la dulce Mirabrina, aquella noble omañesa que
disfrutó de las mieles
del noviazgo y posteriores esposorios con el señor de Valbarca, ambos
procedentes del tronco de los Tusinos, cuyas armas se remontan a los
primeros blasones de La Reconquista, pues fue concedido por el propio
Rey
Pelayo a uno de sus capitanes.
Después, en lo más alto de La Lomba, el regalo placentero del pueblo
de Rosales, que su mismo nombre indica ya la sensibilidad de sus
gentes y la amenidad del entorno.
Allí, precisamente, tuvo la cuna el eminente agustino César Moran, un
incansable viajero que recorrió con detalle nuestra provincia, a
principios del siglo XX, dejando escrito de ello un bello libro: Por
Tierras de León, en el que detalla minuciosamente los paisajes y
paisanajes de su tiempo.
El pueblo de Rosales, en reconocimiento a los muchos méritos que a lo
largo de su vida brindó del Padre César Moran, le dedicó hace unos
quince años un monolito que recuerda las virtudes y saberes del que
fuera su hijo predilecto. |